Resumen
La pretensión que se tiene con estas líneas es contribuir a recuperar la memoria, en particular, de lo que ha sido históricamente esa institución llamada Universidad. Lo que motiva este intento es la sensación, la sospecha, de que en el ámbito universitario se padece una profunda amnesia, una pérdida de memoria que pone en crisis algunas de las características que le han sido consustanciales a la Universidad y que parece puede llegar a transformarla de un modo tal, que de ella no quede sino el nombre. Es esta una profesión de fe.
Abstract
The pretension that is had by these lines is to help to recover the memory, especially, of what has been historically this institution called University. What motivates this attempt is the sensation, the suspicion, of which in the university area deep one suffers amnesia, a loss of memory that it puts in some crises of the characteristics that it have been consubstantial to the University and that it looks like can manage to transform it in a such way, which of it does not stay but the name. It is this profession of faith.
Introducción:
La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las de las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven (Hobsbawm, 2003, pág. 13).
Este fenómeno, descrito por Hobsbawm en su Historia del siglo XX, perfectamente podría ser el centro de un relato ficcional, la trama de un cuento de literatura fantástica, pero lejos de ello es una situación real que no se ha podido contener; por el contrario, se ha desarrollado de manera tan dramática que en la actualidad sociedades como la colombiana parecen haber perdido irremediablemente su memoria. Esos mecanismos sociales que permiten realizar el nexo entre el pasado y el presente se han hecho añicos y esa extraña sensación de un eterno presente parece negar la posibilidad no sólo de reencontrarse con el pasado, también, de avizorar cualquier futuro.
Es necesario entonces combatir el olvido. Marc Bloch, uno de los pioneros de la historiografía contemporánea, advertía que la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado (Bloch, 1997, pág. 38); un mundo sin memoria, una nación aferrada al olvido, unas instituciones carentes de recuerdos, unos individuos abandonados al ahora y nada más que al ahora, se hayan imposibilitados para comprender lo que su tiempo advierte.
La pretensión que se tiene con estas líneas es justamente contribuir a recuperar la memoria, en particular, de lo que ha sido históricamente esa institución llamada Universidad. Lo que motiva este intento es la sensación, la sospecha, de que en el ámbito universitario se padece también una profunda amnesia, una pérdida de memoria que pone en crisis algunas de las características que le han sido consustanciales a la Universidad y que parece puede llegar a transformarla de un modo tal, que de ella no quede sino el nombre.
Bolonia y La Sorbona, en la génesis de una tradición
El origen histórico de la institución que en la actualidad se denomina Universidad suele ubicarse en el periodo medieval. La palabra Universidad proviene del latín universĭtas que en esa época servía para designar al conjunto de personas que formaban una corporación o gremio . Específicamente entre los siglos XI y XII aparece ese tipo de organización particularmente original que ha sido la Universidad . Surge como una comunidad de maestros y aprendices, pero, ya no de un determinado oficio, sino de una profesión, la de profesor .
Las primeras escuelas de la Edad Media habían sido constituidas al lado de los establecimientos religiosos: monasterios, presbiterios y catedrales, en ellas se impartía una formación que podía focalizar sus esfuerzos, bien en los estudios teológicos, bien en la enseñanza de las artes liberales, gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música. Estas escuelas eran instituciones permanentes del saber, del enseñar y el aprender. En muchos casos se establecieron bajo la influencia, o teniendo como impulsores, a grandes magistri que congregaban en torno suyo a un buen número de scholares. Fue tal el éxito que llegaron a tener que se hizo necesario autorizar a maestros particulares el abrir escuelas por fuera de las catedrales y monasterios (Durkheim, 1992).
Estos profesores y estudiantes se asociaron en corporaciones, universĭtas magistrorum et scholarium, para defender sus ideas e intereses de la autoridad eclesiástica, esto es, para reafirmar su autonomía. La Universidad de Bolonia fue la primera de estas asociaciones que contó con un reconocimiento importante en el mundo occidental; maestros de gramática, retórica y lógica se establecieron en esta ciudad italiana desde finales del siglo XI -la Universidad Bolonia reconoce como su año de fundación al 1088- (Universidad de Bologna, 2004).
Del mismo modo, floreció en Paris la corporación de maestros y estudiantes parisinos, la Universidad de Paris, que luego se conocerá de manera coloquial como La Sorbona. Fue bajo el influjo de Pedro Abelardo, maestro laico que se instaló y enseñó en esta ciudad en el siglo XII, que esta asociación dio sus primeros pasos.
Pedro Abelardo personificó al maestro, al profesor del periodo medieval, encarnó esa máxima de Amor sciendi que por tradición ha estado vinculada a la vida universitaria. Hacía uso de la dialéctica con brillantez, poseía una indomable fe razonadora y un potente entusiasmo científico que atrajo a miles de estudiantes a Paris y le valió la enemistad de la iglesia. Es tal su importancia histórica que Derrida indicó que se puede situar al momento en que Abelardo se declara y compromete como «magister in aeternum» como la génesis de la profesión de profesor (Derrida, 1998, pág. 20).
La Universidad de Paris, que se instaló y creció en el barrio latino bajo el influjo de Abelardo, pretendió, como pretendía la de Bolonia, ser ante todo un hogar de la vida científica, un espacio para la enseñanza superior, y ese mismo ideal se trasladó luego a todas y cada una de las Universidades que fueron creadas con posterioridad en el mundo, por ello, Bolonia y La Sorbona son mater universitatum .
La posición de estas comunidades medievales de maestros y aprendices frente a la iglesia y los otros poderes externos a la vida universitaria resultó ser bastante clara y marcó el inicio de otra tradición universitaria. El trabajo y desarrollo de la Universidad deben ser independientes de los intereses y deseos de esos poderes externos. Durkheim advierte al respecto: “Las corporaciones universitarias de la Edad Media eran agrupaciones privadas comparables a los gremios de oficios; no dependían directamente de los poderes públicos. Esta independencia es igualmente necesaria para las nuevas universidades ya que la ciencia que cultivan y enseñan debe ser libre” (Durkheim, 1992, pág. 12).
Esta posición ha puesto históricamente en escena una importante tensión entre los intereses de la sociedad en la cual la Universidad se instala y los deseos y propósitos superiores que por tradición asocian la Universidad a la búsqueda de la verdad y el desarrollo del pensamiento científico. Esta tensión, necesariamente se ha expresado desde su origen en el seno mismo de la Universidad, traduciéndose allí en la tensión entre ese deseo de buscar la verdad y el interés de muchas personas de adquirir en ella una instrucción que les permita ejercer un oficio o profesión; a lo largo de su historia han existido momentos de predominio de una u otra pretensión y por lo general se ha llegado a considerar como necesario cierto predominio de esos intereses superiores.
Émile Durkheim, al referirse a una etapa propia de la Universidad de Paris, nos presenta algunos de los avatares propios de esta segunda tensión y también su posición frente a ella: “(…) como no era posible prescindir de los médicos, los abogados, los magistrados y los sacerdotes, las Facultades de Medicina, de Derecho y de Teología aún subsistían. Pero ellas no eran más que Escuelas profesionales sin un ideal superior que la animara; por ello durante dos siglos estas Escuelas llevaron una vida lánguida y mediocre” (Durkheim, 1992, pág. 7); parece considerar Durkheim que la Universidad deja de ser Universidad, se desdibuja y languidece, cuando no priman en ella esos intereses superiores a los que ha estado asociada.
Se puede afirmar entonces que la Universidad comienza siendo una comunidad de profesores y estudiantes que compartían un apego y amor desinteresado por la ciencia y la búsqueda de la verdad, por ello se reclamó como espacio propicio para el pensamiento científico, para el saber en general, para las artes y para las ciencias; se proclamó independiente de las instituciones y poderes externos a ella y defendió la idea de que en su interior deben primar esos intereses superiores por encima de cualquier interés particular.
El asunto de la independencia, decadencia y renovación histórica de la Universidad
Luego de esa primera etapa de gran esplendor las universidades pasaron a vivir un periodo de crisis y decadencia que coincide contradictoriamente con el Renacimiento del siglo XVI. Muchas de ellas quedaron bajo la égida de la iglesia católica o protestante o, simplemente, tuvieron que competir con las instituciones educativas que estaban dominadas por las congregaciones religiosas en toda Europa.
En el caso francés fueron los jesuitas los que dominaron la actividad educativa desde el siglo XVI, “Tan pronto como fueron autorizados a abrir colegios, inmediatamente se dispusieron a quitarle a la Universidad la mayor parte de la población escolar. Los jesuitas estaban alejados de toda enseñanza científica: en sus colegios no se aludía a las matemáticas, la física o las ciencias de la naturaleza” (Durkheim, 1992, pág. 6).
La Universidad perdió entonces el lugar que había ganado en la Edad Media, dejó de ser el gran centro de la actividad intelectual de occidente. No obstante, la ciencia no paró de desarrollarse, el pensamiento científico continuó su progreso, pero ahora, aparecía como fruto de una actividad individual, como una empresa de los grandes genios y personalidades de la época.
Todo ello dejó en evidencia que la pérdida de su independencia frente a los poderes externos condenó a la Universidad a la mediocridad, al desaliento y a su casi extinción. Fue sólo con el advenimiento de las revoluciones burguesas que las Universidades empezaron a recobrar su anterior fisionomía. Durkheim comenta que los hombres que prepararon y se pusieron a la cabeza de la Revolución poseían una fe ciega en la ciencia y en su eficacia; sustentados en esa fe, fueron ellos quienes impulsaron el despertar y la renovación de las universidades. Entre los siglos XVIII y XIX esa institución moribunda revivió como principal sede para la creación del conocimiento. Algunas cosas cambiaron pero en esencia las universidades del periodo moderno hicieron suyos los criterios que estuvieron a la base de las universidades medievales.
La revolución, la ilustración que le precedía y su renovada fe en la razón fueron el sustento para esta nueva etapa. Se ratificó como su razón de ser, como su justificación para existir, como su sentido y finalidad, a la búsqueda de la verdad (Derrida, Las pupilas de la Universidad., 1997). Las mentes que mejor comprendían ese sentido invitaron a cerrar filas en defensa de su independencia y autonomía. Max Weber lo ejemplifica en sus escritos sobre la libertad académica en la Universidad alemana: “La libertad de la ciencia, de la investigación y de la enseñanza” en la universidad, es un engaño cuando las nominaciones dependen de la adopción -real o simulada- de opiniones “aceptables en los altos círculos” de la Iglesia o del Estado” (Weber, 1990, pág. 2).
Unida a su sentido, a su necesidad de independencia, a su fe en la razón y en los intereses superiores, se mantuvo también la idea de la existencia de un compromiso particular para quienes la componen, en especial para sus profesores y estudiantes, un compromiso con la verdad que implica una forma de mirar el mundo, una forma que supera cualquier especialidad de las artes y las ciencias, una forma que deja abierto el horizonte, que relaciona los saberes y las prácticas antes que separarlos, una forma de mirar que le permite a quien transita por la Universidad conocer de Aristóteles y Shakespeare, de Newton y de Darwin, de Goethe y de Marx; todo ello porque este tipo de mirar amplía la posibilidad de crear, de descubrir, de innovar y de revolucionar; como lo plantea Durkheim, “La vida intelectual sólo puede ser intensa en la medida en que se concentra: para ella la dispersión es la muerte. Para dar a los espíritus el gusto por las grandes cosas, es necesario expandir el horizonte (Durkheim, 1992, pág. 9).
El momento de la crítica, la necesidad de aclarar sus límites
La Universidad cuenta con una vieja tradición digna de ser defendida, pero también con unos límites que merecen ser criticados pues la han circunscrito y condicionado históricamente. Aunque estos límites la han acompañado desde antaño, fue en el siglo XX, en medio de ese inmenso proceso de expansión que vivieron las instituciones universitarias y del proceso paralelo de masificación de la educación, que se logró dimensionar su trascendencia.
El más importante de ellos es su carácter elitista; la inmensa mayoría de la población ha tenido restringida su entrada a la Universidad y esto ha hecho que en términos concretos la educación superior haya sido un privilegio de unos cuantos. En 1930, en medio del movimiento reformista de las universidades españolas, José Ortega y Gasset advertía como la Universidad seguía siendo una institución para una elite: “Todos los que reciben enseñanza superior no son todos los que podían y debían recibirla; son sólo los hijos de las clases acomodadas. La Universidad significa un privilegio difícilmente justificable y sostenible” (Ortega y Gasset, 2001, pág. 7).
Siguiendo esa lógica, bien puede decirse, que es injustificable e insostenible que el acceso a la educación superior no esté garantizado para las mayorías en una sociedad que se precie de ser democrática, con lo cual, resulta ser una prudencia exagerada, muy cercana al miedo y bastante afín a la complicidad, aquella que no se atreve a reclamar un sistema universitario con plena gratuidad.
También ha limitado y condicionado a la Universidad cierto estilo autocrático que muchos maestros imponen en sus cátedras, estilo que parece querer rememorar la máxima medieval Magister dixi, que en los hechos ubica al estudiante como receptáculo inanimado del saber y lesiona las posibilidades de una relación mínimamente democrática al interior del aula.
Ese estilo autocrático se relaciona en parte con la presunción de que dominar una determina área del conocimiento implica poder enseñarla, lo que es a todas luces equivoco; por ello parece comprensible y sumamente pertinente el llamado de José Luis Romero: “Es hora de que se entienda de una vez que la enseñanza es cosa de maestros, de expertos en cierta clase de problemas que atañen a la Universidad como a cualquier otra etapa de la enseñanza, y que tales expertos deben formarse como especialistas en problemas educativos, sin perjuicio de su especialidad científica.” (Romero, 1986)
Pero, por otro lado, ese estilo expresa también cierta incomprensión de la necesidad y conveniencia de la crítica y el razonamiento autónomo en el quehacer científico y universitario. El saber que se divulga en la Universidad, fruto del esfuerzo de las generaciones anteriores, se honra y se trata con respeto justamente cuando se le pone en tela de juicio, no criticarlo lo convierte en dogma, lo esteriliza y le impide cualquier desarrollo. No obstante, la crítica tampoco es posible, o resulta ser demasiado frágil, si los individuos que la ponen en dinámica no poseen el hábito de pensar por sí mismos, el mismo José Luís Romero nos recuerda que “Sólo por el espíritu crítico y libre ha existido la Universidad, y tanto asegura su muerte la infiltración del espíritu dogmático y del autoritarismo como la estagnación del saber” (Romero, 1986).
Resulta igualmente significativo indicar que aquella circunstancia que hace de la Universidad una institución para una pequeña minoría ha conducido a que sea percibida como empresa lucrativa, como generadora de prestigio y de poder, así desaparece aquella perspectiva de búsqueda de la verdad, desaparece su sentido y finalidad, todo queda reducido a la búsqueda de la ganancia personal, al gesto autoritario y la simulación. Max Weber, profesor por muchos años de la Universidad de Berlín, encara y denuncia esta tendencia al discutir el caso de Ludwig Bernhard.
En lo que concierne a la misma Universidad de Berlín, el acceso al profesorado es considerado por todos como un asunto financieramente provechoso. Pero ya pasó la época en la cual esto era considerado una gran distinción científica o académica. Es verdad que nos regocijamos de poder constatar que al frente de numerosas disciplinas se encuentran en Berlín todavía sabios y eruditos de renombre que a la vez son hombres de absoluta independencia de carácter, pero también es cierto que el número de mediocridades complacientes buscadas por su docilidad está creciendo allí más rápido que en cualquier otro lugar (Weber, El caso Bernhard, 1990, pág. 1).
Fundamentos de la sospecha
En un primer momento, Universidad no significó territorio, espacio habitado, lugar de encuentro, fortín burocrático, ni siquiera hogar de estudiantes. Universidad significó corporación, gremio, asociación, comunidad de profesores y estudiantes, incluso, si se quiere ser más explícito, comunidad de profesores y estudiantes que tienen como razón de ser la búsqueda de la verdad y por tanto la promoción de las artes y las ciencias. En tal sentido, cuando se plantea la sospecha de una pérdida de memoria, se está pensado en una comunidad de estudiantes y profesores que no recuerdan, desconocen o han olvidado, una razón de ser, una forma particular de mirar que les era propia.
Pero, cómo se hace evidente esa pérdida de memoria. Resulta aquí necesario un análisis comparativo entre estos dos momentos de la vida universitaria, dar una mirada a las similitudes y diferencias que pueden existir entre la descripción realizada de las universidades medievales y modernas y lo que se puede decir de las universidades contemporáneas.
Lo primero que se advierte es que actualmente se ha puesto en cuestión el sentido gregario de la idea de comunidad con la que arrancó la Universidad. Hacer en comunidad es un hacer juntos, y, si lo que se propone la Universidad es buscar la verdad, una comunidad universitaria debería estar fundamentada en la idea de una búsqueda conjunta de la verdad. Idea que parece estar en extinción en muchos centros universitarios, pues, cada facultad, cada disciplina, e incluso cada programa, tienden a desarrollarse como compartimientos estanco. Prolifera por ello un saber especializado que pierde muchas posibilidades de desarrollo al mirar exclusivamente hacia dentro, al negarse a ampliar la perspectiva, al inhabilitar el diálogo con los otros saberes y pareceres.
Con ello no sólo se establece una grave limitante para la investigación. Esa ruptura con la idea de comunidad impulsa un tipo de formación que hace a los estudiantes expertos en una determinada especialidad y analfabetas en casi todas las demás esferas de las ciencias y las artes. El profesor Guillermo Paramo lo expresa con mucha agudeza, “Lo absurdo del asunto no está en que si usted es físico deba procurar saber todo lo más de física; lo absurdo es que por ser físico tenga prohibido tratar de saber algo que no sea física, y pedir perdón, hacer un ritual de expiación, cada vez que hable de algo que no sea física. ¡Como si la física y los físicos fueran autosuficientes!” (Cubides & Espitia, 2004, pág. 10).
La tradición universitaria medieval y moderna se materializaba en las ideas, actitudes y acciones de sus profesores y estudiantes, y estas llegan a nuestro tiempo por medio de la voz y la escritura de quienes han sido sus defensores y cultores. Durkheim, Weber, Ortega y Gasset, José Luís Romero, Gutiérrez Girardot o Jacques Derrida. Esa tradición universitaria, como ya se ha indicado, ubicaba como su razón de ser a la búsqueda de la verdad, por ello, profesores y estudiantes debían compartir antes que nada un profundo Amor sciendi, amor a la ciencia, al saber. Un amor que por encima de cualquier interés particular debía estar al servicio de la humanidad, de la ampliación de sus posibilidades de progreso, un amor que exigía el más ferviente celo, una actitud de sospecha, de escepticismo y crítica frente a todo lo conocido y, a su vez, la plena disposición a dejarse trasformar por ese conocimiento. Profesores y estudiantes eran conscientes de que el desarrollo de esta tarea requería del mayor esfuerzo, trabajo y dedicación, pero también, de un importante despliegue de creatividad e imaginación.
Qué encontramos de esta tradición en nuestros días. Sin duda aún existen sectores que la defienden vehementemente, pero las tendencias y dinámicas propias de nuestra época se alejan cada vez más de ellas. Ya se ha comentado como muchos profesores universitarios han establecido una relación con la Universidad que parte de entenderla como una empresa lucrativa, una institución que confiere prestigio y poder social. Para estos profesores sus tareas no los comprometen más que las de cualquier otro oficio y sus máximos anhelos y expectativas no pasan de ser: reducir al mínimo posible el esfuerzo que dedican, devengar sin contratiempos y ser capaces de seguir ocultando todas sus deficiencias.
Esa apatía profesoral no ofrece una perspectiva universitaria con la que el estudiante pueda identificarse, desalienta sus preocupaciones científicas y fomenta en él la desidia por el trabajo académico. Es una vida de simulación que reclama la exclusión de toda crítica del ámbito universitario, de todo signo de interrogación que la confronte. Hacen carrera entonces la tergiversación, el dogmatismo, la vanidad y el desprecio absoluto por la verdad. Esta actitud, en el caso colombiano, ha encontrado en Rafael Gutiérrez Girardot a uno de sus críticos más perspicaces: “Precisamente signos de interrogación y crítica –autocrítica- están ausentes de una vida universitaria que no tiene como meta el saber sino el enriquecimiento económico y el poder social” (Gutiérrez Girardot, Sobre el sentido del estudio universitario, 1986, pág. 12).
Los estudiantes operan bajo una lógica muy cercana. En su mayoría establecen como criterio de formación la renuncia a toda dificultad, a todo trabajo o muestra de seriedad. Su interés fundamental es la obtención del título profesional y para ello se amparan en una clara racionalidad instrumental, buscan siempre los mejores medios para alcanzar ese fin, sin importar mucho cuáles puede ser, ni las implicaciones morales o éticas que pueden tener. Plagiar, esa negativa absoluta a pensar, se ha convertido así en toda una enfermedad.
Del estudiante que gusta de la reflexión rigurosa queda poco, en general, lo que se percibe es un amplio desprecio por la formación teórica y científica, y, por el contrario, un inconcebible apego por la charlatanería; del estudiante crítico, aquel que es capaz de cuestionar, de debatir puntos de vistas e ideas justificando de manera razonable sus opiniones, existe aún menos. Todo ello queda en evidencia en el hecho de que las discusiones más beligerantes que propone el estamento estudiantil están circunscritas en su mayoría a asuntos como la calificación. Ante el autoritarismo del profesor se responde con el debate por la nota. Cualquier insuficiencia científica es permitida siempre y cuando se asegure la posibilidad de seguir avanzando al anhelado momento de la graduación; que importa si se aprende algo o no, lo importante es cómo se calificó. Esta relación académica completamente fetichizada centra en una calificación y un cartón todas las potencialidades que se corresponden con la actividad universitaria.
El profesor Jorge Orlando Melo percibía ya esa dinámica en la década del setenta, en la actualidad seguramente puede apreciar también como esos sectores de estudiantes “críticos” están incorporados a los aparatos burocráticos de las Universidades y se han convertido en los máximos representantes de la mediocridad y el autoritarismo.
El cambio de un profesor deficiente, el veto a quienes resultan demasiado rígidos al calificar, la fecha de un examen, la calidad de la comida de la cafetería se convirtieron en el centro de las acciones estudiantiles. En esta forma, el estudiantado militante acabó condenando la universidad pero luchando por migajas dentro de ella. Y como el liberalismo real de la administración actual ha hecho que las denuncias de represión suenen vacías, ha sido preciso convertir la pérdida de un examen, la asignación de trabajos y lecturas más o menos exigentes, en muestras de la más oprobiosa “represión académica” (Melo, 1978, pág. 5).
No puede decirse que la ciencia está completamente excluida de la Universidad, eso sería mentir, sin embargo, en muchos casos cuando se le convoca termina haciéndose de ella un ornamento ritual. La creatividad, la imaginación y la potencialidad crítica de la ciencia tienden a reducirse ante exigencias cientificistas o del mercado. Se pretende, bien, forzar la realidad a los estrechos márgenes del “método científico” de moda, bien, ubicar como investigación relevante sólo aquella que logra atraer financiación y recursos a la Universidad.
La universidad sin condición de Derrida
Pueden existir muchas posiciones frente a este estado de cosas pero sin duda se destaca por su fuerza, vitalidad y contundencia la expresada por el francés Jacques Derrida en su conferencia La universidad sin condición. Derrida considera que la Universidad moderna debería ser sin condición: “(…) Dicha universidad exige y se le debería reconocer en principio, además de lo que se denomina la libertad académica, una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad” (Derrida, La universidad sin condición, 1998, pág. 1).
Derrida vuelve la mirada a esa tradición universitaria que planteaba a la búsqueda de la verdad como su razón de ser, reclama para ella una libertad que se corresponde con las exigencias del trabajo científico, una libertad sin condiciones para cuestionar, para proponer, para resistir críticamente al dogmatismo y a la injusticia. Es perfectamente consciente de que tal Universidad no existe y, no obstante, sostiene que para serle fiel a la vocación universitaria y en virtud de su esencia debe ser ese su horizonte, encontrarse sin condiciones.
La fuerza de su discurso permite sentir esa necesidad: “La universidad debería, por lo tanto, ser también el lugar en el que nada está a resguardo de ser cuestionado, ni siquiera la figura actual y determinada de la democracia; ni siquiera tampoco la idea tradicional de crítica, como crítica teórica, ni siquiera la autoridad de la forma «cuestión», del pensamiento como «cuestionamiento» (Derrida, La universidad sin condición, 1998, págs. 2,3).
Nuevamente resurge en él aquel principio de autonomía, de necesaria independencia para el desarrollo de la ciencia y de las artes. La Universidad no puede condicionarse a los avatares del mercado, a las variaciones de las modas en investigación, debe mantenerse firme en su anhelo de alcanzar la verdad como horizonte y ser consciente que esa es una búsqueda a favor de la humanidad, de las posibilidades de una buena vida humana, Derrida declara: “Sí, se rinde, se vende a veces, se expone a ser simplemente ocupada, tomada, vendida, dispuesta a convertirse en la sucursal de consorcios y de firmas internacionales” (Derrida, La universidad sin condición, 1998, pág. 4).
Pero, para lograr mantenerse firme frente a su declarada razón de ser la Universidad requiere de una cierta profesión de fe. Profesar quiere decir para Derrida, declarar abiertamente, declarar públicamente, comprometerse declarando, prometer ser una u otra cosa. “Profesar es dar una prueba comprometiendo nuestra responsabilidad. «Hacer profesión de» es declarar en voz alta lo que se es, lo que se cree, lo que se quiere ser, pidiéndole al otro que crea en esta declaración bajo palabra (Derrida, La universidad sin condición, 1998, pág. 10)”.
La profesión de fe de la Universidad se materializa en sus profesores y estudiantes y tiene que ver con prometer adquirir una responsabilidad que no se agota en el acto de saber algo, de enseñar algo o de aprender algo. Esta profesión de fe refiere a un compromiso público, a una responsabilidad ético-política con la libertad de pensamiento, con la verdad, con la crítica, con las ciencias, con las artes; quien se reivindique Universitario debería profesar esta profesión de fe.
Ahora, profesores y estudiantes no pueden sólo profesar esa fe como discurso, es necesario que la profesen como acto, como gesto, como actitud, como trabajo, como acontecimiento, que la defiendan en los hechos con todas sus fuerzas.
El profesor universitario debe plasmar en su práctica una intensa, genuina y simultanea pasión por enseñar y aprender. Pasión que requiere de él, un gran compromiso porque ha de conducir a la producción misma de un nuevo saber. El profesor universitario debe desarrollar una reflexión concienzuda sobre su práctica, sobre los fines y motivaciones de esta, sobre las relaciones que entabla con sus estudiantes y sobre las múltiples cuestiones que se vinculan con el enseñar. Debe caracterizarse por tener la generosidad más amplia para compartir lo que conoce con toda serenidad y rigor, y, a su vez, la humildad suficiente para reconocer su desconocimiento y voluntad de aprender.
El estudiante universitario debe ser el más agudo crítico de sus maestros, pero, para serlo requiere de un trabajo arduo sobre sí mismo. Requiere abrir la mente, ampliar el horizonte de mirada, estar dispuesto a imaginar, no permitirse la represión de sus explosiones de irreverencia y creatividad. Pero, a la vez, debe estar vigilante, siempre atento, debe sospechar de sí mismo, de su pensamiento, de sus intereses e intenciones. Para ser el más agudo crítico debe ser antes el más agudo auto-crítico.
Un oficio se vincula con un saber hacer, una profesión con un saber hacer y con una responsabilidad que se declara libremente, con una palabra empeñada. La Universidad pretende formar profesionales, personas con un compromiso declarado a favor de la verdad, la justicia y la prosperidad humana: “La idea de profesión implica que, más allá del saber, del saber-hacer y de la competencia, un compromiso testimonial, una libertad, una responsabilidad juramentada, una fe jurada obliga al sujeto a rendir cuentas ante una instancia que está por definir” (Derrida, La universidad sin condición, 1998, pág. 15).
Derrida vincula la Universidad con lo imposible, con lo que está por venir, con lo que es necesario pensar, inventar, descubrir y es allí donde reside su fuerza, en su capacidad imaginativa y creadora, que no es más que la capacidad que debemos poner en juego diariamente los que transitamos por ella. La Universidad debe estar al servicio de la utopía, de lo puede llegar a ser, del espacio por construir y por tanto requiere de individuos que sean capaces de pensar su pasado, de comprender su presente y de anhelar siempre un posible futuro, un mejor mañana para todos y todas.
Difícilmente se ha dicho todo lo que se quería o se puede decir, pero una cosa queda clara, existe aquí una profesión de fe, un compromiso declarado a favor de la verdad, de la crítica, de la justicia, de la razón, de la utopía, de una Universidad sin condición.
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